El verano en el extranjero que cambió mi vida
👉Parte 3: Bienvenidos al campamento (nadie me avisó que esto era real)
La Van que dio inicio a nuestra primera aventura, cabañas en medio del bosque… y la sensación de que esto iba más allá de un simple verano.
Una vez reunidos y finalizada la presentación, entre un total de 12 integrantes —colombianos y mexicanos— dimos inicio a nuestro primer viaje juntos.
Aún recuerdo cómo todos nos montamos como pudimos a la camioneta que llegó por nosotros al aeropuerto y que nos llevaría al campamento que se convertiría en nuestro hogar por casi tres meses.
Ya habíamos visto algunos letreros en inglés, escuchado conversaciones a lo lejos en un idioma distinto al nuestro y superado la pequeña entrevista con el agente de migración.
Nuestro primer contacto cercano fue con la persona que nos llevó hasta el campamento.
Recuerdo que manejaba muy rápido y, la verdad, yo iba con algo de miedo, jaja… aunque tampoco era nada del otro mundo.
Espero que su intención de llegar rápido haya sido por compromiso con nosotros, y no porque ya lo estábamos fastidiando con tantas preguntas.
Por una parte, creo que era de esperarse: era la primera persona (al menos para mí) con quien podía poner en práctica mi maravilloso nivel básico de inglés.
No voy a mentir: una de las primeras impresiones que tuve fue admirar la estructura de las carreteras.
Era como si jamás hubiera visto una en mi vida —y no estoy exagerando.
Lo que para muchos era normal, para mí, que nunca había salido de México, era como estar en una película.
El simple hecho de ver carteles automovilísticos en inglés ya me parecía una maravilla.
El clima soleado acompañaba perfectamente ese sentimiento de aventura.
Poco a poco, los puentes y señalamientos desaparecieron, y los árboles comenzaron a ser cada vez más abundantes… hasta llegar al punto en el que todo lo que veíamos eran árboles, y luego pinos, y más pinos.
Después de una conversación cero fluida con el conductor, me di cuenta de que no tenía derecho a opinar sobre la decisión de Carlitos.
Al contrario, quise adoptar su misma práctica, pero ya era demasiado tarde.
No podía quitarle ese puesto que él, con tanto ímpetu, había reclamado desde el primer momento.
Así que me quedé con las ganas.
En un abrir y cerrar de ojos, con todo ya teñido de verde, apareció a lo lejos un letrero de madera que anunciaba la entrada al campamento.
Jamás había visto un paisaje tan bonito.
Algo que me transmitiera tanta emoción.
Había cabañas por todas partes —unas azules, otras rojas—, canchas de tenis, un lago, un campo de fútbol, una alberca, redes de baloncesto, un gimnasio, salones para manualidades y un comedor enorme.
Pero sin duda, lo más bonito —y donde también ocurrió una gran cantidad de magia ese verano— fueron las cabañas donde nos quedaríamos.
Fotografía del lago del campamento (aquel que fue testigo de algunos gritos de ayuda).
Nos presentamos con los directores del campamento, quienes nos explicaron que nos dividiríamos en dos grupos de seis: una cabaña para las chicas y otra para los chicos, separadas aproximadamente por unos 200 metros —o dos minutos caminando, para ser más exactos.
Recuerdo que tomamos nuestras cosas y, como si fuéramos niños pequeños, cada uno de los chicos y yo corrimos a apartar nuestras habitaciones.
Había un total de tres, por lo que en cada una dormirían dos personas.
A mí me tocó con un chico de mi universidad con el que nunca había tenido oportunidad de hablar, y con quien —por alguna razón— sentía que no podría haber nada en común.
Qué equivocados estábamos.
No se imaginan la calidad de amistad que construimos en aquel verano.
Una vez instalados en nuestras respectivas habitaciones, me gustaría mencionar brevemente ese gran pero inexplicable sentimiento de abrir tu maleta y elegir qué cajones guardarían tu ropa… y con ellos, las aventuras que marcarían cada prenda a lo largo de nuestra estancia.
Finalmente, nos reunimos en el gran comedor para cenar y hablar de las funciones asignadas a cada uno de nosotros en el campamento.
Yo aproveché para mencionar —por si acaso— que no comía nada con queso o crema.
Cabe señalar que llegamos un par de días antes que los campers, para poder organizarnos y adaptarnos mejor a nuestras actividades.
Las chicas fueron asignadas a los labores de limpieza de habitaciones, ya que el campamento era exclusivamente para chicas.
Al parecer, los campamentos judíos estaban organizados así, o al menos así fue con nosotros: uno para niñas, y otro —a cierta distancia— solo para niños.
Algunos compañeros fueron designados al área de cocina, otros a mantenimiento, y otro chico quedó encargado de preparar el comedor para el desayuno, almuerzo y cena.
Y en lo que a mí respecta… sin presumir, creo que tuve el puesto más bonito y dinámico: el del poderoso rotador.
Mi función consistía en trabajar en todas las áreas, excepto en limpieza.
Era el encargado de cubrir a quien estuviera de descanso, rotando entre cocina, mantenimiento y comedor.
Una excelente excusa para salir de la rutina…
O tal vez —quién sabe— me estaban preparando para que, al contar esta historia, tuviera más aventuras que compartir.